viernes, 27 de marzo de 2009

El hombrecito que se sentía caer

Hay por ahí un pequeño hombre de metro sesenta y poco que pese a su estatura no deja de cuidar su aspecto. Viste siempre, o al menos intenta, ir elegante para dar buena imagen compensando su pequeña desventaja física, aunque algunos como yo no veamos tan baja dicha estatura por conocerlo de años, él se siente más bajo que la media, y eso le condiciona.

En su día a día nuestro hombrecito trabajaba tanto como podía y bien. Como a todos había días en los que parecía que no iba a poder terminar de trabajar y el regreso a casa se le antojaba algo milagroso e inalcanzable.
Su casa era su fortaleza y en ella vivía su reina, una mujercita un poco más baja que él pero sin complejo alguno pues era bella como el mismo sol al atardecer.

Cierto día nuestro pequeño protagonista empezó a sentir una cosa rara: parecía que estaba cayendo sin estar moviéndose en absoluto. Al principio no se daba ni cuenta, pero prestando atención se percató de que esa sensación de vértigo inmóvil se repetía cada vez más y más.
Empezó a pensar que trabajaba demasiado, que no compensaba el esfuerzo de estar tantas horas en la calle, que la vida no era justa, que merecía algo más, que estaba entrando en un estado de estrés preocupante, que tenía que hacer algo para relajarse.
Intentó tomar menos café, fumar menos, beber un poco más siempre que la situación se lo permitiese, descansar aunque fuera un par de minutos cada dos o tres horas para relajarse, pero nada funcionaba. Cada vez que metro-sesenta-y-poco (obvio es que no diré su nombre) se quedaba quieto volvía a tener la sensación de caer al vacío más profundo.

No le contó nada a su reina para no preocuparla, pero ella lista como un lince, notaba que algo le pasaba a su marido y que éste no soltaba prenda:
"Siempre cuentas las cosas a toro pasado y sé que te está pasando algo, cuando quieras vienes y me lo explicas" dijo la hermosa reina.
"Cuando sepa lo que es" arguyó el hombrecito.

Al día siguiente, como siempre, nuestro hombre se emperifolló para ir a la calle bien guapete, no notara la gente que era un poco corto de estatura. Al ir a ponerse los calcetines cogió unos más gruesos pues había refrescado bastante. Echó a andar y se dirigió, como cada día, a su puesto de trabajo.
Era ya mediodía cuando se percató de que en toda la mañana no había vuelto a tener la sensación de caída que venía sufriendo desde hacía semanas.
Al principio no supo a qué atribuirla. Realmente había probado tantas cosas para tranquilizarse que alguna tenía que haber funcionado, o todas ellas juntas. Fuera lo que fuese con el transcurso del día nuestro protagonista de estatura media-baja se animó, trabajó arduo y llegó a casa feliz como al que han quitado un dolor de muelas. Su mujer esperaba que le contara que le pasaba y éste de feliz que estaba no paró hasta que consiguió besarla y hacerla suya para compartir ese momento de felicidad y olvidar aquellos días nefastos.

Pasó el tiempo y la sensación había desaparecido por completo.

Cierto día, nuestro protagonista volvió a sufrir su extraño ataque de vértigo inmóvil. Fue justo al salir de su casa por la mañana, recién arreglado. Se quedó paralizado en mitad del pasillo que conducía al ascensor pensando qué podía haber hecho en tan corto espacio de tiempo para sentir ya esa sensación que sin duda no podía ser si no del estado de febril estrés en el que se ve que vivía desde hacía tiempo y que le había hecho mella en sus carnes. Rondaba por su cabeza las preocupaciones que rondan por las de todos: familia, trabajos, hijos, dinero, salud, ...
Entró en el ascensor y se miró en el espejo. Dormía bien. Comía bien. Trabajaba honradamente. Amaba con locura a su familia. ¿Qué le estaba ocurriendo? Al bajar el ascensor volvió a sentir el vértigo y se quedó atónito al ver lo que le pasaba.

¡Ay! ¡pobre amigo mío!
Vino dando saltos de alegría a la taberna de mi compadre a contarnos a todos lo que le había estado pasando:
Se había comprado unos zapatos de última moda que le quedaban un poco grandes, pues lo escaso de su talla se hacía aún más patente en sus pies de los que raramente encontraba talla en comercios grandes o pequeños. El caso es que le gustaron tanto los zapatos que se los llevó aunque le quedaran holgueros. Como era tan presumido usaba unos calcetines de tela fina, algodón egipcio, que resbalaban con sus pies precipitándolos al final de sus zapatos.
La sensación de caída vertiginosa que tenía nuestro hombre no era sino por llevar zapatos grandes.
Allí mismo en la cantina con un par de servilletas le hice el remedio que nos hacían nuestras madres de meterle algo en la puntera para que el niño no volviera a caerse.

Todos los días me saluda cuando pasa por aquí delante, y si lleva puestos los zapatos los señala y se lleva los dedos índice y corazón a la boca besándolos en un "chapeau!" mudo que aún me hace reír.

Ojalá todos nos cayeramos un poco dentro de nuestros zapatos para poder ver que nuestra vida puede ser maravillosa, y ya lo es.

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